Esos, aquellos ojos miran desde la lejanía, la misma que proponía Walter Benjamin en sus textos que cargaba, más que una cruz, como bote de salvación, cámara neumática que no sirvió de nada para llevarlo flotando hasta un refugio seguro en España. En realidad, se suicidó después que le negaron la entrada a tierras franquistas; murió sólo, muy sólo en Portbou (localidad en los Pirineos). Como buen escritor, dejó unas letras, su impronta, toda ella, posiblemente, sea su vida en esencia:
“En una situación sin salida, no tengo otra elección que la de terminar. Es en un pequeño pueblo situado en los Pirineos, en el que nadie me conoce, donde mi vida va a acabarse. Le ruego que transmita mis pensamientos a mi amigo Adorno y que le explique la situación a la cual me he visto abocado. No dispongo de bastante tiempo para escribir todas las cartas que hubiera deseado escribir.”
EL Punctum, del que hablaba Barthes en uno de sus libros, parece fijar en la vista del observador la fragilidad del instante perpetuado de la situación que uno puede deducir fácilmente. ¿Son acaso esos ojos los que atraen la mirada, o los artificiales, los recién hechos por donde ya no se puede aprehender la vida, sino por donde se ha escapado ella, lo que llama más la atención? Yo diría que no. Me explico. Lo que me llama la atención deliberadamente es esa mancha tenue en la frente del personaje central, que pareciera desarticular la idea, la sensación de la vacuidad del cuerpo expuesto. Esa mancha que será limpiada, que desaparecerá, que se evanecerá al endurecerse, tal vez, al contacto de la mortaja. Todo lo vívido, todo lo circunstancial, todo lo espontáneo de una vida será limitada, una vez más como la placenta que lo cubrió para mantenerlo con vida antes de enfrentarse al medio hostil.
Esa sangre interior, la vitalidad en definitiva, ahora está fuera, humedece restos mudos. Con esa sangre se hubiese podido –desde su ebullición interior y pulsando los mecanismos correctos– llenar hojas de hojas acerca de cualquier cuestión, ya sea vana o importante, ya sea cotidiana o extraordinaria, ya sea vulgar o sensible, ya sea oficial o íntima. Quién sabe; tal vez ni siquiera sabía escribir. Finalmente, esas huellas que dejó, ya no serán esas; serán otras por las que será recordado; esas cicatrices (y lo dije en su tiempo: “Se volverá al tema de vez en cuando. Las Cicatrices están para recordármelo.”) están ahí, ésas me recuerdan que tampoco yo he borroneado nada con esa sangre, mi sangre, mi vitalidad sobre ningún papel, sobre ningún corazón, sobre nadie en particular, para que de esa manera, me recuerde; no por lo escrito seré yo, solamente las cicatrices dejarán divisar, en esa lejanía, el que fui alguna vez.
En La Innombrable, a veinte y ocho días del mes de junio del año dos mil diez.
“En una situación sin salida, no tengo otra elección que la de terminar. Es en un pequeño pueblo situado en los Pirineos, en el que nadie me conoce, donde mi vida va a acabarse. Le ruego que transmita mis pensamientos a mi amigo Adorno y que le explique la situación a la cual me he visto abocado. No dispongo de bastante tiempo para escribir todas las cartas que hubiera deseado escribir.”
EL Punctum, del que hablaba Barthes en uno de sus libros, parece fijar en la vista del observador la fragilidad del instante perpetuado de la situación que uno puede deducir fácilmente. ¿Son acaso esos ojos los que atraen la mirada, o los artificiales, los recién hechos por donde ya no se puede aprehender la vida, sino por donde se ha escapado ella, lo que llama más la atención? Yo diría que no. Me explico. Lo que me llama la atención deliberadamente es esa mancha tenue en la frente del personaje central, que pareciera desarticular la idea, la sensación de la vacuidad del cuerpo expuesto. Esa mancha que será limpiada, que desaparecerá, que se evanecerá al endurecerse, tal vez, al contacto de la mortaja. Todo lo vívido, todo lo circunstancial, todo lo espontáneo de una vida será limitada, una vez más como la placenta que lo cubrió para mantenerlo con vida antes de enfrentarse al medio hostil.
Esa sangre interior, la vitalidad en definitiva, ahora está fuera, humedece restos mudos. Con esa sangre se hubiese podido –desde su ebullición interior y pulsando los mecanismos correctos– llenar hojas de hojas acerca de cualquier cuestión, ya sea vana o importante, ya sea cotidiana o extraordinaria, ya sea vulgar o sensible, ya sea oficial o íntima. Quién sabe; tal vez ni siquiera sabía escribir. Finalmente, esas huellas que dejó, ya no serán esas; serán otras por las que será recordado; esas cicatrices (y lo dije en su tiempo: “Se volverá al tema de vez en cuando. Las Cicatrices están para recordármelo.”) están ahí, ésas me recuerdan que tampoco yo he borroneado nada con esa sangre, mi sangre, mi vitalidad sobre ningún papel, sobre ningún corazón, sobre nadie en particular, para que de esa manera, me recuerde; no por lo escrito seré yo, solamente las cicatrices dejarán divisar, en esa lejanía, el que fui alguna vez.
En La Innombrable, a veinte y ocho días del mes de junio del año dos mil diez.
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