¿Qué hace uno los domingos por la tarde? ¿Mira una película, habla por teléfono, se corta las uñas o se pone a chatear sin más ni más?
No. No. Te sientas en el sofá. Preparas los utensilios. Clavas algo que soporte en la pared, agitas las ampollas, juntas los tubitos, te frotas alcohol en el brazo, el izquierdo, el derecho, qué más da.
Ves tu apartamento, chiquito, lleno de zapatos a la entrada, el closet cubierto con cortinas de IKEA, la silla giratoria frente al computador que no utilizarás más.
Buscas la vena más gorda, te introduces la aguja, ves por última vez el edredón abrigado sobre la cama. Te dejas llevar. Las 5, 6, 7 u 8 ampollas de Phropofol te arrastran, la respiración se hace lenta y te adormeces, ¡chévere!
Te fuiste. No más problemas, te relajas y te seduce la idea de quedarte en el sofá el domingo por la tarde.
Sobre el encargado del edificio, tu mejor amiga, los paramédicos, el guardia, la policía, los curiosos, el forense y demás, nada qué ver, te fuiste y estás bien, posiblemente.
Mañana, hoy, tu puerta estará cerrada, tus objetos en el lugar que los viste por última vez, tú, tú en el espacio más frío de esta noche llena de neblina, con humedad en el aire que roza los rostros de los demás.
Está bien. Estamos bien. Te has ido.
15.05.2011
15.05.2011
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