Dann zog er eine kleine Ledermappe
hervor und sagte: »Unser Urteil klingt
nicht streng. Dem Verurteilten wird das
Gebot, das er übertreten hat, mit der
Egge auf den Leib geschrieben.«
[...] »Sie sehen«, sagte der Offizier,
»zweierlei Nadeln in vielfacher An-
ordnung. Jede lange hat eine kurze
neben sich. Die lange schreibt nämlich,
und die kurze spritzt Wasser aus, um
das Blut abzuwaschen und die Schrift
immer klar zu erhalten. Das Blutwasser
wird dann hier in kleine Rinnen geleitet
und fließt endlich in diese Hauptrinne,
deren Abflußrohr in die Grube führt.«
In der Strafkolonie, Franz Kafka
La noche cayó en la ciudad. Parecía que nada podría detenernos… Para variar sería Halloween en un par de horas. Sí; después de algunas horas aparecieron los disfraces, se propusieron optimistas ideas. “¿Dulce o truco?”. Nada de nada al final; ni fue dulce, ni hubo truco. Fue brutal, rápido, selectivo, miserable. Cayeron esos dientes como puñales, al costado donde uno no espera, porque simplemente no espera que lo embosque un ser fantasmagórico entre columnas. Y si bien el escenario era a propósito de ese día final de octubre, nadie hubiese dicho que tal vez podría suceder algo por el estilo, o, de esa magnitud.
Hubo signos. El atacado –yo– no se dio cuenta de las circunstancias y los momentos que se iban tejiendo hasta que llegó la puntada final, de sopetón como un torbellino sucio que arrastra inmundicias y que lo envuelve hasta rebajarlo a ese estado. Siempre la caída de una botella merece cierta circunspección, no se realizó; la dentadura sucia del traficante de sexo-arte que saludaba y asentía en la discusión; posiciones divididas de ir o quedarse en el mismo sitio; el momento justo en alcanzar la seguridad de una puerta que se cierra contra el terror que impera; y muchos más que no se mencionan porque no se puede retroceder y dejar de no ser tan estúpido como para no ver aquellas señales.
Como lamparones o manchas indefinidas en un textil están grabadas, por lo menos en la carne, en el cuerpo, aquellas imágenes asquerosas. El asalto inicial, la disputa, el golpe fatal, el ataque cobarde; mi sangre yéndose por el costado cuando el animal asqueroso se hallaba ahíto y contento por el acto. Recuerdo así mismo, golpes, disputas, gritos, luces, gases que intoxicaban la noche. Así, herido, limitado, vi pasar el tiempo impaciente (no se detiene) hasta que llegó otra bestia a malherirme discretamente y bajo el amparo y la mentira de que “era por mi bien”. Me escurrí de sus garras frías y pelaje blanco que engañaban; salí hacia donde no debí haber venido/retornado nunca.
Me esperaban los dioses tutelares, como los Lares que cuidan el hogar. Ahí –pese a mi resistencia expuesta en líneas anteriores– me cuidaron, me limpiaron y han tratado de restañar las huellas de la fatalidad. Ésas, parece que se quedarán donde están, no hay forma de quitarlas. Aunque si se piensa un poco, el escribir sobre ellas y reflexionar y nombrarlas como tales, es un ejercicio que les proporciona un límite y las determina en un espacio. Así, al poder asirlas ya definidas, sería menos azaroso tener que referirse a todo y a cada detalle y elemento de una manera eufemística, por decir lo menos. Se volverá al tema de vez en cuando. Las Cicatrices están para recordármelo.
Hubo signos. El atacado –yo– no se dio cuenta de las circunstancias y los momentos que se iban tejiendo hasta que llegó la puntada final, de sopetón como un torbellino sucio que arrastra inmundicias y que lo envuelve hasta rebajarlo a ese estado. Siempre la caída de una botella merece cierta circunspección, no se realizó; la dentadura sucia del traficante de sexo-arte que saludaba y asentía en la discusión; posiciones divididas de ir o quedarse en el mismo sitio; el momento justo en alcanzar la seguridad de una puerta que se cierra contra el terror que impera; y muchos más que no se mencionan porque no se puede retroceder y dejar de no ser tan estúpido como para no ver aquellas señales.
Como lamparones o manchas indefinidas en un textil están grabadas, por lo menos en la carne, en el cuerpo, aquellas imágenes asquerosas. El asalto inicial, la disputa, el golpe fatal, el ataque cobarde; mi sangre yéndose por el costado cuando el animal asqueroso se hallaba ahíto y contento por el acto. Recuerdo así mismo, golpes, disputas, gritos, luces, gases que intoxicaban la noche. Así, herido, limitado, vi pasar el tiempo impaciente (no se detiene) hasta que llegó otra bestia a malherirme discretamente y bajo el amparo y la mentira de que “era por mi bien”. Me escurrí de sus garras frías y pelaje blanco que engañaban; salí hacia donde no debí haber venido/retornado nunca.
Me esperaban los dioses tutelares, como los Lares que cuidan el hogar. Ahí –pese a mi resistencia expuesta en líneas anteriores– me cuidaron, me limpiaron y han tratado de restañar las huellas de la fatalidad. Ésas, parece que se quedarán donde están, no hay forma de quitarlas. Aunque si se piensa un poco, el escribir sobre ellas y reflexionar y nombrarlas como tales, es un ejercicio que les proporciona un límite y las determina en un espacio. Así, al poder asirlas ya definidas, sería menos azaroso tener que referirse a todo y a cada detalle y elemento de una manera eufemística, por decir lo menos. Se volverá al tema de vez en cuando. Las Cicatrices están para recordármelo.