¿Qué se hicieron mis gritos
al morder el muro?
¿Qué mis luces perdidas?
—tatuajes de la noche verde
en la tiniebla que galopa—
Cohetes ebrios de mil años.
¿En dónde estoy que ya no estoy en mí mismo?
Tatuaje, Gonzalo Escudero
Durante el tiempo que duró el viejo, no me alejé. Jugaba con la posibilidad de volver y llevarlo conmigo, luego me preguntaba para qué; ni siquiera cuando estuve ahí dentro quiso salir. Sin embargo rondaba el lugar.
Al principio lo hacía muy cuidadosamente; con el tiempo me acercaba los fines de semana hasta que, un buen día años después, ubiqué al tipo que acudía constantemente al lugar pero sin horario fijo. Desde entonces lo vigilaba y me anclé al sitio, disfrazado de vendedor de caramelos y cigarrillos. Nadie me recordaba, nadie podía saber quién era, a nadie le importaba, lo pasado, pasado; solamente ese tipo, empecé a observarlo.
No sé concretamente por qué desapareció. Lo busqué por semanas, sus contactos no sabían tampoco dónde se había metido. Un día de aquellos, de desvelos y borracheras, de jaladas y resacas, di con un tipo que me siguió fuera de algún bar; lo esperé en una esquina y al doblar no se sorprendió al verme. Agitado, boquiabierto, le espeté un cúmulo de preguntas.
Ninguna respondió; me pidió que lo siguiera sin decir más. Fui con él. Amplio apartamento, decoración sobria, puso una botella de Daniels, hielo, un paquete de Next, saqué mis Marlboro. Hablamos por horas.
—Parkinson, alcohólico, acabado— dijo—.
—Nadie quería darle un contrato; ya no puede, está rendido... No pienso que esté tan enfermo para acercarse y eliminar, es bueno, era mi jefe de equipo—. Yo no lo conocía pero sabía sobre qué hablaba.
—Mira, le debo mucho a tu padre, sé que tienes problemas, debes dejar lo que haces, ven a verme la próxima semana—. Volví. Me enseñó lo que él había aprendido del viejo y más. Durante casi un año me entrenó; los domingos me dejaba deambular por calles, bares, prostíbulos y demás buscando al viejo; los lunes me esperaba a las “0–700”, como decía. Sea cual fuese mi estado mental o físico, hacíamos caminata y ejercicio hasta el vómito o las maldiciones; me miraba fijamente y me tragaba el uno o las otras.
Al final me dijo:
—Ya estás listo, te falta el trabajo práctico y más experiencia de campo; yo te he pulido nada más, lo tienes en la sangre boy—.
—Y qué hago, no puedo andar por ahí tirando—.
—Un momento, escucha primero. Sé dónde está tu padre—. Me lancé como un tigre; cuando sentí el calor de su cuerpo ya en mis manos, desapareció y antes de dar con la boca sobre el suelo, sentí dos golpes en la espalda.
Cuando me controlé, me presentó mi plan de trabajo; dijo que necesitaba mucho tiempo, observa, escucha, paciencia.
—No te preocupes, estaré cerca y recibirás ayuda. Solamente una cosa: debes estar dispuesto a todo y no hablar, que piensen que eres un idiota—.
Así fue. Tomó más tiempo de lo que pensé aquella vez; me jodieron dentro pero lo logré; solo que el viejo se negó. Llegué angustiado al lugar fijado unos días después de que escapase del lugar. No preguntó por su jefe, me pidió un informe de lo que hice allí adentro. Se limitó a escuchar y me dijo que descansara.
—Mañana hablamos, hay errores— dijo—. Aléjate, que no te vean por allá.
—Cualquier policía con dos dedos de frente se dará cuenta que fue por venganza; hmm... ¿y si te conectan con él? ¿Qué crees que le pase? Lo joden, ya está—.
—Lee y aprende. Lo bueno fue la precisión de tu trabajo, nadie escuchó o vio nada—.
—Mañana, “0–700”, aquí—.
Sabíamos quién era, él tenía amigos en la policía «viejos favores por cobrar», nadie lo quería; —un recién graduado— dijo—. Pero algo se traía; yo lo vigilaba desde el exterior; sabíamos que el viejo era experto, no aflojaría. Además, no tenía problemas, es posible que algún cliente temiera que largara algo pero no.
—Eso ni pensarlo, es un profesional... Solamente se largó, nadie ha pedido informes, sabes a qué me refiero. Salió con saldo cero. Nada debe, nadie le debe, no se vendió, no se esconde... cree que está acabado, problemas personales—.
—De todos modos habrá que vigilar a C (por P. Casiraghi); quién sabe si lo ha enviado alguien, cuidado—.
Era tan solitario, daba pena. Yo lo vigilaba periódicamente; gozaba al verlo desperdiciar su tiempo libre; la aventura con la enfermera fue hilarante. Estaba poseído por dilucidar el caso, nosotros también conversábamos acerca de su caso. Un día, Setecientas —yo le llamaba así algunas veces, me miraba y guiñaba un ojo— me dijo que iría a visitar a alguien. Esas visitas se multiplicaron los sábados por la tarde; meses después me dijo que el viejo le había rogado que me llevara lejos.
Lo miré, —Si él así lo quiere... pero cómo pudiste verlo?—
—No. Visito a una anciana allí donde estuviste; le dejo bombones... ella dice que se los roban; solamente hay papelitos en su cuarto—.
—Comprendo. Entonces sólo sabes porque lees algún mensaje—.
—No hay nada escrito; son códigos de colores, los usamos alguna vez en Italia, ya sabes, no se debe confiar en nadie— .
—Está bien. ¿Cuándo nos vamos?
Viajamos a Europa, había muchos contratos. Cuando llegábamos a nuestro destino, él negociaba, coordinaba, planeaba; yo era el ejecutor, todo perfecto. Si entrábamos como hombres de negocios, salíamos del lugar de igual manera y entrabamos por las fronteras; de a pie, sin aspavientos, ilegales, no había huellas ni pistas; la paga iba a cuentas en Luxemburgo, el Caribe, una que otra a Suiza.
—Nosotros somos como una compañía anónima, nada de meternos con los de la Agencia o con los rojos, o cualquier otro, nunca... Ellos lo toman, cómo decirlo, muy afectivamente...—
Estábamos en el hotel, teníamos el plan bastante avanzado; de un momento a otro, salió, luego llamó, me esperaba en un bar. Bebimos una botella de Daniels, yo había metido unos Martinis y tres cervezas entre vaso y vaso. Estábamos ebrios. Cuando salimos me preguntó si tenía alguna seña particular, le dije que no. Caminamos algunas calles, se plantó como un árbol, movido por un fuerte viento, y entre que sentenció y preguntó:
—¿Y cuando te revienten la cara de un balazo, cómo demonios podré reconocerte?—
—No sé —lo dijo tan natural, yo también—.
—¿Placas dentales, DNA?—
—Eso se ve solo en la TV... Hazte un tatuaje—.
—¿Cuál?—
—Algo que te agrade. Vamos, conozco un lugar limpio—.
Cuando nos metimos en Turquía fue un error. Tuve que eliminar a dos guardaespaldas de mi objetivo, así lo pensé. Eran tipos de otro nivel. Hicimos viaje en autobús hasta Alemania, tratamos de mezclarnos con turistas, necesitábamos un vuelo a Estados Unidos. De Munich fuimos a Berlín en un coche alquilado. Faltaba un día, visitamos los lugares. En la noche salió a buscar algo o ver a alguien. No llegó.
Perdimos el vuelo, llamé a la aerolínea y nos colocaron en un vuelo vía Londres y pagué un penalty de cien dólares por cada uno. Cuando salía del hotel para retirar los nuevos boletos, miré un periódico en el quisco, lo compré. No entendía nada pero distinguí en la foto mal hecha un tatuaje sobre la espalda de un tipo muerto la noche anterior.
No tuve que ir a ningún hospital, no fui a la morgue, no recibí ni hice llamadas. Llevé el periódico conmigo y luego del champagne y los canapés de estilo en la primera clase, pedí a un viejo charlatán que me tradujera algo de la noticia en un inglés con fuerte acento alemán:
—Sí sí aquí dice hombre muerto en el Muro de Berlín-Este. Muchos... ehh... Schusse? Sí con pistola, posible espía desnudo no?—
—Claro sí... no testigos no comments de los comunistas Scheissdreck... So sind diese Hunde...—
Empezó con el alemán, no puse atención hasta que se quedó dormido después de dos whiskys. Fui al baño, recorté la noticia. La observé hasta que nos repartieron las papeletas para la entrada a New York. Luego la puse en la fundita para vomitar, vomité, fui la baño, me lavé.
En China Town me tatué el mismo diseño en la espalda.
Quito, mayo 2008