Para mí fue verdaderamente un momento muy emotivo aquel del ya famoso, y hasta ese momento misterioso Día del Pavo. No toda la Academia sabe qué es o qué se celebra en ese día. Lo dejaremos así; sin embargo, debo decir que es una reunión de amigos donde recordamos quizás las mismas anécdotas que nos llevaron, de una u otra manera, a ser amigos. Y son situaciones que las recordamos pero el simple hecho de estar reunidos y referirnos a aquellas hacen que ese tiempo sea único y así, la amistad se concentra como un perfume que nos acompaña en la nariz por días, luego va decayendo hasta que se vuelve a encontrar con alguno de ellos y la presencia de esa fragancia se hace presente una vez más.
Parecería un poco kitsch lo anterior pero no; me explico. Cuando ya había regresado a BsAs a finales de agosto, me quedaba, me picaba ese perfumillo y no hacía otra cosa más que comentar a Andrea lo sucedido en la Ciudad por aquellos días de separación obligada. Poco después, llegó Santiago a BsAs para un congreso gastronómico al cual fui adherido. Y el perfumillo volvió a presentarse inténsamente como cuando estábamos juntos, ya sea en ese galeón de objetos sin objeto (muchos) del salón de Santiago, o como cuando fumábamos en el balcón del Centro y la mayoría estaba descalzado porque yo obligaba a que se quitaran los zapatos, o como cuando echábamos algunas cervecillas en el Casis (mítico bar frente a la Católica, pero nos botaban temprano… lo mismo pasaba en Platón, bar no tan mítico en BsAs), o como cuando nos sentábamos en la cocina de Juan Pablo para escuchar a Cerati & Co. durante horas con una botella de whisky, o las reuniones en las pausas del jardín de la Católica donde todo comentario era un chiste, y donde todo chiste era un peldaño más que llevaba indefectiblemente al abucheo general (bueno siempre había uno que no) del payasito, entiéndase Juan Pablo. En fin, Santiago trajo la última brisa de ese perfume.
Parecería un poco kitsch lo anterior pero no; me explico. Cuando ya había regresado a BsAs a finales de agosto, me quedaba, me picaba ese perfumillo y no hacía otra cosa más que comentar a Andrea lo sucedido en la Ciudad por aquellos días de separación obligada. Poco después, llegó Santiago a BsAs para un congreso gastronómico al cual fui adherido. Y el perfumillo volvió a presentarse inténsamente como cuando estábamos juntos, ya sea en ese galeón de objetos sin objeto (muchos) del salón de Santiago, o como cuando fumábamos en el balcón del Centro y la mayoría estaba descalzado porque yo obligaba a que se quitaran los zapatos, o como cuando echábamos algunas cervecillas en el Casis (mítico bar frente a la Católica, pero nos botaban temprano… lo mismo pasaba en Platón, bar no tan mítico en BsAs), o como cuando nos sentábamos en la cocina de Juan Pablo para escuchar a Cerati & Co. durante horas con una botella de whisky, o las reuniones en las pausas del jardín de la Católica donde todo comentario era un chiste, y donde todo chiste era un peldaño más que llevaba indefectiblemente al abucheo general (bueno siempre había uno que no) del payasito, entiéndase Juan Pablo. En fin, Santiago trajo la última brisa de ese perfume.
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